sábado, 16 de enero de 2010

2-Prefacio

He aquí un libro cuya aparición marca felizmente una evolución absolutamente necesaria en la vida de una Rumania empujada brutalmente (luego de diciembre de 1989) hacia una locura total cuyos principales actores han demostrado ser, en especial, los descendientes de unos partidos con pretensiones de liberalismo, pero, ¡ay!, con un abominable deseo de asfixia intelectual y con un fantástico apetito de trepar, solos, a los púlpitos de las prédicas para el siglo XXI.

Después de las bandas que asaltaron librerías y devastaron bibliotecas en aquel diciembre llamado “revolucionario”; después de que unos ocultistas se hubieran autoinstalado en la Casa de la Chispa, nombrándose ministros de cultura, y procedieran a la emisión de órdenes hitleristo-stalinistas de purga de libros (vergüenza que no conocía ni siquiera el país de Mandela en este fin de milenio); después de que nuevos Goebbels se agolparan en las editoriales del Estado, confiscándolas y solicitando la movilización de las marionetas del pasado bajo la monstruosa consigna de la “unidad por el odio”, individuos que, declarándose filósofos, se abalanzaron sobre los libros de escuela implantando la irracionalidad y extirpando a Marx; después de otros cientos de miles de otros hechos relevantes para el grado de degradación cultural que unos ostentaban con pretensiones de cultura, he aquí que las cosas empiezan a regresar a la normalidad.

No plenamente. No fácilmente. Porque los fanáticos están todavía en sus posiciones. Porque en el proceso del saqueo, su primer objetivo fueron los medios de comunicación, los medios de difusión y prensa y, por supuesto, los lugares desde los cuales se puede ejercer tranquilamente la censura, el bloqueo o la marginalización de sus adversarios.

Pero las barreras no podían durar más. Porque no encaja con la naturaleza de las cosas que la sociedad acepte la inquisición por mucho tiempo, cualquiera que sea su contenido ideológico. Pero también porque, casi siempre, en tales épocas sombrías la colectividad saca al frente a sus temerarios, los espíritus que ponen un signo de interrogación a todo y que no están dispuestos a aceptar eternamente lo miserable. Y, por más vergonzosa que haya sido la maniobra de los que habían intentado intimidar a sus adversarios, pidiéndoles que se callen, los que han permanecido dignos no fueron pocos, y uno de ellos se llamó Virgiliu Zbăganu.

A él le debemos las presentes páginas, que no son sino la prueba milagrosa de que la mente limpia, sana, no se deja embarrar por nada. Su padre era del Banat, y su madre de Vrâncea; él había nacido a las orillas del Timiş, el 10 de junio de 1954, a un año y medio de la muerte de Stalin. Hecho que le daba una serenidad terrible en lo que concierne a su “relación”, como miembro del Partido Comunista Rumano, con los hechos reprobables de una cierta parte de la historia de esta formación política. “Fuimos la tercera generación poststalinista”. “Nosotros no matamos a nadie en el Canal”, declaraba él con firmeza, ya en 1991. “En cambio yo, el 21 de diciembre [de 1989], estuve a un paso de ser matado”. De este modo, su alejamiento de cualquier práctica antidemocrática que había tenido lugar bajo la máscara de la idea comunista es total. Él se había preparado para servir a las ideas socialistas, era ingeniero y cursaba estudios en una segunda facultad, sin estar de acuerdo, sin embargo, con las deformaciones totalitarias, prueba de que en el momento del levantamiento popular de diciembre se encontraba en las primeras filas en el Intercontinental. Aunque había estado al borde de la muerte, él permaneció lúcido. “El juicio al comunismo lo haremos nosotros”, declaraba él a un periodista. “Analizando lo que estuvo mal, pero también lo que estuvo bien. Esto es lo que hay que analizar. Veamos qué fue limpio y qué fue sucio, sin arrojar al niño al mismo tiempo que el agua”. Iba con lucidez hasta tal punto que, criticando duramente a Ceauşescu, tenía la fortaleza para decir: “No todas las afirmaciones hechas por Ceauşescu fueron erróneas”.

Virgiliu Zbăganu demuestra ser, de este modo (sobre todo en estas etapas de deslices en partidarismos estúpidos, lo que el presente libro demuestra con brillo), una gran conciencia. “Él fue de aquéllos que han sabido ver/ No sólo su harina de la caja”, como decía un gran poeta. El fue, por sobre todas las cosas, un hombre que no ha traicionado. Cuando muchos de los que se hacían los comunistas terribles habían escapado al instante, bruscamente, cuando ideólogos que te habrían comido por cualquier idea no ortodoxa temblaban de miedo bajo las mantas, él, Zbăganu, muestra que la cobardía no era el rasgo definitorio de su carácter. Fue con el espíritu en alto hasta el punto de que, sin haber tenido ninguna responsabilidad en las filas del partido antes de 1989, estimó necesario considerarse uno de los obligados moralmente a asumir la responsabilidad, sea triste o placentera, del portaestandarte, el 22 de junio de 1991, haciendo pública la decisión de conducir el grupo de reorganización del P.C.R.

La decisión tomada por Virgiliu Zbăganu en este sentido se ve claramente en este libro; la idea de reorganizar el P.C.R. derivaba, como se expresaba él en octubre de 1991, del “desastre en que se encuentra, en el momento actual, nuestro país”. Consideraba que las grandes masas trabajadoras tienen que ser concientizadas y organizadas para salir de este desastre. Partía, en su acción, de la primera gran mentira que lanzaron las fuerzas de derechas, viciando la realidad con el objetivo de manipular a las multitudes: la de que la revolución de diciembre habría tenido desde sus orígenes un carácter anticomunista. “Falso”, indica él, en calidad de testigo ocular y aduciendo como prueba los nombres de los hombres que habían estado a su lado. “Nadie gritó el 21 de diciembre de 1989 «queremos capitalismo, queremos pobreza, queremos desempleo, queremos ser despreciados». Es más, el 23 de diciembre, en la fachada de la Fábrica de Mecánica Fina”, de donde salió la primera columna obrera en la noche del 21 al 22 de diciembre, “ponía: «La fábrica es nuestra», y no «Queremos que nos privaticen la fábrica»”.

Me encontré varias veces con Virgiliu Zbăganu en los años 1991 y 1992. Hemos mantenido juntos unas conversaciones amplias, destinadas a la publicación, que se encuentran en este volumen, y lo ayudé a editar, en el marco de la revista Democracia, el primer número postdecembrista de la revista La Chispa. Me impresionó en él la vastedad y la profundidad de su formación política, filosófica e histórica, junto a la frescura y la sinceridad del modo de abordar cada problema, cualidades que le daban una capacidad especial de objetividad en el análisis de los hechos y de los fenómenos sociales.

Nadie planteó como él, por ejemplo, el problema de la separación neta de las aguas en dos: entre la teoría socialista y comunista de Marx y la práctica totalitaria stalinista. El identificar la teoría de Marx con sus falsificaciones es posible, en su opinión, “sólo si tenemos un sistema de falsificación de la historia bien puesto a punto”. ¿Paradoja? Virgiliu Zbăganu, que había asumido la tarea de reorganizar el P.C.R., se declara de acuerdo con la consigna “¡Abajo el comunismo!”, pero ¿en qué sentido? Si partimos, decía, de “la noción confusa de comunismo, que significa: lo que ha habido antes, es decir, el sistema totalitario, la dominación del partido único, con estructuras internas no democráticas, que no favorecían la dictadura de las masas, sino la de un número reducido de personas, con una economía fuertemente estatizada, que transforma el servir al Estado en la única fuente de existencia”. Estaba convencido de que en la única experiencia de construcción socialista se marchó según un solo modelo, el soviético, que tenía en sus bases el sistema totalitario. Pero, precisaba él, no encontraremos en la ideología comunista las fuentes de este modelo totalitario. “Si esto es comunismo”, declaraba Virgiliu Zbăganu, “entonces nosotros, los comunistas rumanos, ¡hemos sido siempre anticomunistas!”.

Lo que había que liquidar, afirmaba con firmeza Virgiliu Zbăganu, era el sistema totalitario y no la atracción de las masas hacia el poder. El pueblo rumano es un pueblo de izquierdas, opinaba. Es un pueblo pobre. La derecha no puede tener su base en las masas. De este modo, es memorable su apreciación: “Si los hombres de calidad son de derecha, esto no es sino una tragedia”. Porque la derecha no puede asegurar la evolución positiva de nuestro país. Y porque no se puede hablar de democracia sin la izquierda.

Rechazando las insinuaciones de acuerdo a las cuales el totalitarismo sería un rasgo obligatorio de la aplicación de la teoría marxista, insinuaciones lanzadas por aquellos que quieren comprometer el comunismo, Virgiliu Zbăganu se esforzó en demostrar que, por el contrario, el P.C.R. no es ipso facto un partido de “extrema izquierda”. “La fórmula extrema izquierda”, me decía muy racionalmente, en el marco de una de las conversaciones comprendidas en este volumen, “designa un movimiento insurgente, que rechaza el marco democrático”, precisando que “ninguna de estas características se encuentra en el Programa ni en los Estatutos del P.C.R.”, así como los había concebido el grupo de iniciativa conducido por él.

Extraordinariamente exactas, así como se verá también en el libro, son las apreciaciones que Virgiliu Zbăganu realizara respecto a los problemas económico-sociales de base del mundo contemporáneo, como también en la relación con la situación actual y el futuro de Rumania. En una época en la que hasta los economistas con pretensiones repetían como loros las fórmulas-acusaciones del tipo “los errores” de haber pagado las deudas, de haber construido una industria poderosa, de haber hecho hincapié en la construcción de viviendas, etc., Virgiliu Zbăganu estaba al lado de los que tenían el coraje del abordaje
científico. “Nosotros decimos”, declaraba, “basados en conclusiones científicas exactas, que para un país pobre la deuda es una carga, mientras que para un país rico es una simple bagatela. Por lo tanto, los problemas se plantean de modo diferente. A los pobres la deuda los arruina. A los ricos los favorece. ¡Ésta es la verdad! El ejemplo de los Estados Unidos, que tiene también, supuestamente, deuda. ¡Por favor! La deuda estadounidense la pagan de hecho los países pobres. Sólo para los ingenuos esto no está claro. En lo que concierne a países como Rumania, las cosas se presentan de modo totalmente diferente. No podemos admitir las mistificaciones por medio de las cuales se nos intenta cegar, hoy. Existe, y no sólo en países como el nuestro, un «umbral del peligro», en el caso de la deuda. Los economistas lo conocen. Para nosotros, se encuentra en el límite de varios billones. Hemos vivido, hemos sentido este umbral. ¿Cómo es posible, entonces, que nos comparen con los Estados Unidos? Allí el umbral del peligro es muy otro. ¿Acaso creen que somos tontos?”.

No, a él, a Zbăganu, no lo consideraban tonto. Por eso, mientras que olas de “economistas” desfilaban por la pantalla chica, el medio de información más difundido, para “demostrar” a los rumanos por qué tenemos que endeudarnos, Zbăganu no fue invitado jamás. Su voz no tenía que oírse. Teníamos que ser empujados hacia el “umbral del peligro”, así como no debían conocerse sus réplicas tan tajantes, por demostración científica, referidas a la destrucción de la industria rumana, o a las interpretaciones groseras de la economía de mercado, a la cual consideraba “identificada abusivamente con el capitalismo”. “No estamos a priori en contra de las privatizaciones”, decía, “pero estamos sin embargo en contra del abordaje primitivo y deshonesto”, así como le parecía que procedía Petre Roman. Virgiliu Zbăganu fue de los primeros que rechazaron, aquí en Rumania, la “terapia de shock”. También él fue el primero en apreciar mediante el cálculo el tiempo de caída económica de Rumania. Cuando, en la revista Democracia, publiqué su apreciación respecto a que el regreso al nivel del año 1989 no se podrá lograr antes del año 2010, el periodista Ion Cristoiu le preguntó muy sorprendido sobre esto en una conferencia de prensa en Cotroceni a Ion Iliescu. La respuesta fue que el señor presidente no había leído semejante apreciación. Luego se confirmaría sin embargo que no era Virgiliu Zbăganu quien erraba. Sino otros.

¡Casi un cuarto de siglo, pues, no de estancamiento, sino de derrumbe, recaen sobre los hombros de los rumanos! ¿Era entonces caprichosa la opinión de Virgiliu Zbăganu respecto a que hay “una trágica necesidad de un Partido Comunista”? Un partido que diga la verdad y que no se deje intimidar ni de las acusaciones que se le dirigían (mientras que otros partidos no asumían ningún tipo de pasado), ni de los nuevos amos del mundo, terriblemente brutales al imponer estas teorías. Que están lejos de ser las mejores.

En lo que concierne al Partido Comunista Rumano, Virgiliu Zbăganu no admitió en ningún momento su desaparición. “¡Sí, existe!”, declaraba él ya en 1991. “El Partido Comunista existe no sólo de facto, sino también de jure. De jure porque no existe ningún documento jurídico que haya interrumpido su actividad; de facto porque miles de comunistas honestos han conservado sus carnés y se siguen considerando comunistas. Además de éstos, existen cientos de miles de comunistas que no han tenido jamás carné”.

Por ello la idea de reorganizar el Partido Comunista, y no de refundarlo.
Idea fuertemente presente en este libro, compuesto por los textos publicados por Virgiliu Zbăganu entre los años 1990 y 1992, o que han quedado en manuscrito y que constituyen una prueba perentoria de que hombres extraordinarios fueron aniquilados simplemente por parte de unas mediocridades surgidas después de la vuelta (¡qué triste constatación!) de… la época de la democracia.

“El siglo XXI”, decía él (y esta idea ha dado el título al presente volumen), “será comunista o no será”. ¡Qué cálculos complicados, qué responsabilidades pesadas están comprendidas en esa idea! “El hombre es comunista genéticamente”, declaraba el joven ingeniero que creía en otra cara de la revolución y argumentaba: nacemos con la idea de la igualdad, de la justicia, de la libertad, con el espíritu de colectividad, de alegría entre los hombres y no contra ellos.

¿Apreciaciones y aspiraciones idílicas? El tiempo va a verificar el pensamiento de Virgiliu Zbăganu. No es necesario, sin embargo, estar completamente de acuerdo con él para darse cuenta de que en estos cinco años que han pasado desde los acontecimientos de diciembre de 1989, ha aparecido y se ha apagado entre nosotros la estrella de un verdadero hombre político. Un espíritu lúcido, un gran carácter, un hombre que no traicionó sus ideales de socialista, un denunciante de dogmas, de dondequiera que éstos vinieran, un ardiente patriota, un portador de bandera hacia lo que Panait Istrati, su escritor favorito, llamaba “otra llama”.

Eugen Floresc

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